Tampoco esa vez hubo suerte. Tuvo que ir, como cada maldita mañana. No había nada que odiase más que ir al colegio; bueno, quizá las acelgas, pero nada más. Solo quería disfrutar de un día tranquilo, sin que ese dolor continuo en el estómago y esa sensación de no poder respirar la acompañaran todo el rato.
Se imaginaba, otra vez a la puerta del colegio, como esos peces a los que sacas del agua y no paran de boquear, desesperados. Sonia era muy tímida y solo había conseguido lanzar discretos mensajes a sus padres acerca de que llevaba bastante tiempo sintiéndose mal antes de ir a clase. Pero ellos no parecían enterarse de que lo que le pasaba era importante.
Deseaba quedarse en casa, viendo la tele, jugando. ¿Acaso no lo merecía después de semanas de tormento? Sonia no replicó a su negativa, no sabía cómo hacer para que entendieran mejor lo que le ocurría así que cogió su mochila, se la colgó a la espalda y con la cabeza gacha comenzó a caminar de manera automática.
Las jornadas escolares eran interminables e insufribles. Cuando repasaba mentalmente el día que le esperaba, el momento de estar en clase era el mejor de todos porque a Sonia le gustaba estudiar, aprender cosas nuevas, pero cuando llegaba el recreo o el período infinito de los minutos de descanso entre asignaturas, ella quería que la tierra le tragase, desaparecer inmediatamente.
En esos ratos no se atrevía a hablar con nadie, estaba siempre sola, aislada, mientras los demás jugaban y reían en grupo. Deseaba disfrutar como los demás, tener amigos, pasarlo bien. Pero, después de meses así, fue calando en ella la idea que no estaba destinada a vivir como los demás, sino a ser una observadora externa que ve una película en la que le gustaría participar. Sin más aspiraciones.
Mucho tiempo ha pasado desde entonces y Sonia tiene ahora 42 años recién cumplidos y una vida muy ajetreada como periodista de sucesos. Su día a día le deja poco tiempo para bucear en el pasado y traer al presente esos recuerdos de su infancia impregnados de soledad y tristeza.
No solo el trabajo le ocupa tiempo, sino también el cuidado de una familia y de su pequeña Diana, que está a punto de pasar a primaria.
La primera vez que la veo me cuenta que, sin saber por qué, desde hace unas semanas apenas puede dormir, cuando ella siempre ha sido una mujer con una facilidad increíble para descansar ocho o doce horas del tirón, las que le echaran. Para dejar claro su sorpresa ante el insomnio que sufría me cuenta que hasta hace poco hubiera sido capaz de dormir sentada en un cactus. En las ocasiones que consigue conciliar el sueño le asalta una pesadilla repetitiva que se ha instalado en casi todas sus noches y que no la permite descansar. Le pido que me la cuente, que me traslade lo que recuerda.
En su pesadilla ve frente a ella, a unos 10 metros, una niña sentada en un banco en la calle, en un día muy nublado. El viento sopla fuerte, me dice, y lo sabe porque las copas de los árboles se mueven de manera muy violenta, casi aterradora. El aire es frio y la situación es muy desagradable, como si el viento quisiera expulsarlas de allí a las dos.
Cuando mira a la niña percibe con claridad que está muy incómoda por el viento y el frio. La ve resistir a sus embestidas sin moverse del banco pero la niña parece tan frágil que podría salir volando en cualquier momento. Al ver a la pequeña sufrir decide caminar hacia ella para ayudarla, para protegerla.
Pero, cuando se acerca, la imagen de la niña se aleja cada vez más, volviéndose inalcanzable. No comprende que la distancia entre ellas aumente. Es como un truco, un maldito juego de magia, sin ninguna gracia. Sonia se enfada pero lo sigue intentado, sin éxito, porque la niña continúa alejándose a medida que ella se acerca, ajena a los intentos de Sonia por alcanzarla. Entonces desiste y para de caminar. Y la niña deja de alejarse, corroborando una extraña relación entre ellas. En ese instante, en el que ella se detiene, la niña comienza a llorar desconsoladamente. Como respuesta al llanto Sonia intenta otra vez, con desesperación, alcanzarla. Comienza a correr movida por la impotencia y la rabia pero por mucho que lo intenta no puede acercarse.
El llanto de la niña va en aumento, es casi ensordecedor y es en ese momento cuando Sonia se despierta. Su corazón va a mil por hora, y su cuerpo se resiente en una mezcla emocional de miedo, tristeza, rabia e impotencia que no se puede sacudir de encima durante horas.
Cuando le pregunto por qué cree que sufre estas pesadillas me confiesa que puede ser por algo que le está ocurriendo desde hace poco: se siente muy preocupada porque su hija va a comenzar primero de primaria y teme que no se lleve bien con el resto de sus compañeros, que no sea capaz de hacer amigos y, como consecuencia, esté sola en el colegio durante horas, como le pasó a ella cuando era niña. Esta idea le provoca un miedo que no sabe gestionar, que la desborda y que parece que se proyecta en sus sueños. No solo esa pesadilla se ha vuelto rutina por las noches, sino que tiene otros síntomas molestos: come con ansiedad, su estado de ánimo ha bajado y no tiene ganas de hacer nada.
Lo que antes le generaba ilusión ha dejado de tener interés para ella. Alberto, su pareja, está muy preocupado y no entiende por qué sufre de esta manera cuando, en realidad, su hija es una niña que se relaciona bien con los demás y no hay nada que indique que la historia que la madre ha vivido de pequeña se vuelva a repetir en su hija.
Sonia me pregunta que qué le ocurre y yo le digo que su problema no es algo infrecuente. Cuando se tiene un hijo, el cerebro de los padres puede conectar con sus propios recuerdos de niñez gracias a la memoria a largo plazo, donde están almacenados; solo hace falta una situación que lo active. Esa memoria puede encenderse al percibir similitudes entre la situación actual y la situación pasada.
En este caso, la vulnerabilidad propia de la infancia, en este caso de la hija, puede conectar con el recuerdo del adulto de esa misma época, es decir con la propia vulnerabilidad vivida.
Y los recuerdos no son solo imágenes del pasado, sino que vienen acompañados de emociones que pueden ser muy intensas, casi tanto como se manifestaban en el momento de vivirlas. Sonia está experimentando algo que le ha ocurrido a ella, no algo que esté pasando en la realidad.
Es por esto que tener un hijo, le explico, es un viaje emocional que implica los tres tiempos que existen: pasado, presente y futuro. El pasado de los padres, las vivencias anteriores que pueden volver a querer tener presencia en el ahora y condicionan su presente. Un presente con sus incertidumbres, miedos e ilusiones. Y el futuro, lleno de expectativas, sueños e ideas Y miedos también, por qué no.
Pasamos entonces a lo siguiente: ¿cómo impedir que el pasado, con sus recuerdos, se imponga en su presente? Le digo cómo:
Diferenciar entre el miedo producto del pasado y la realidad presente. En el caso de Sonia, ella me cuenta que tiene miedo a que su hija viva lo mismo que ella vivió cuando era pequeña: el aislamiento y la soledad de ser rechazada por sus compañeros de clase, por sus compañeros. Cuando recoge a Diana al salir del colegio, Sonia observa asustada la expresión de su cara, por si está triste, resultado de un día de colegio en el que ha estado sola, sin jugar con los demás.
No es el único momento en que Sonia siente miedo, y ese miedo respecto a su hija y su sociabilidad cada vez es más frecuente y más intenso. Sin embargo, recabé información y me aseguré de que la niña estaba totalmente integrada en clase y disfrutaba jugando con sus amigos. Varias pruebas de este tipo fueron tranquilizando a Sonia, ayudándola a distinguir un presente del que no hay que preocuparse de un pasado personal que irrumpe en su vida y la llena de miedo.
¿En qué tiempo está ubicado el problema? En estos casos hay que revisar la historia pasada para conocer el motivo por el que aún perviven emociones tan intensas que generan problemas importantes: falta de sueño, fatiga, pérdida de placer o interés.
Una forma de hacer esa revisión es escribir un diario de experiencias relevantes agradables y desagradables de la infancia. Una recopilación de vivencias que permitan reflexionar cómo estas han ido construyendo a la persona que se es en el presente y de qué manera condicionan las decisiones en el día a día. Simplemente hace falta una hoja en blanco donde colocar en dos columnas las experiencias que se consideren agradables y, en la otra, las desagradables.
Después de hacerla, hay que observar de qué manera se piensa y se siente al conectar con el recuerdo. ¿Aparece miedo, incertidumbre, ilusión? Para conectar con esas emociones hay que estar abierta a todo lo que venga.
Esperar y aceptar que las emociones del pasado aparezcan en el presente. Mi experiencia profesional me dice que normalmente no se espera que el pasado pueda surgir con fuerza en la experiencia de la maternidad. La gran mayoría de mujeres a las que he atendido por este motivo vienen, primero, por miedo a que a sus hijos les ocurra lo mismo que les pasó a ellas y su preocupación principal es querer evitarlo a toda costa.
Tras evaluar sus miedos y comprobar que no están ocurriendo, ya podemos hablar sobre lo que les pasa a ellas, como en el caso de Sonia. Saber que están volviendo a experimentar su propia vida a través de sus hijos y que esto puede ocurrir durante todo el proceso del crecimiento del niño, así como en el momento del embarazo, ante la experiencia del parto y, también, durante el resto del ciclo vital de su hijo, ayuda a que estas situaciones no cojan por sorpresa y puedan manejarse mejor.
Cuidarse en el proceso. Para evitar que esta experiencia cause problemas importantes en el trabajo, en la propia salud y/o en las relaciones personales, hay ciertos factores protectores a tener en cuenta. Hablar acerca de lo que ocurre con personas de confianza siempre es una buena idea y una protección contra los problemas de salud mental. Eso sí, evitando que ocupe todo el tiempo mental, que se convierta en un pensamiento al que le damos vueltas una y otra vez y que desplace otros temas importantes en los que se tiene que pensar. Así se evitará entrar en un estado de preocupación constante que pasará seguro factura al cuerpo.
Comer equilibradamente, dormir las horas necesarias y seguir con actividades de ocio y placer es esencial para mantener un estado psicológico estable mientras se sigue con el proceso de investigación acerca del pasado.
Buscar ayuda profesional si es necesario. Si las emociones son tan intensas que atrapan, generando un intenso malestar que no se sabe gestionar, ha llegado el momento de buscar auxilio más allá de las redes de apoyo de familiares y amigos. A veces, el pasado puede ser un problema con el que hay que lidiar, un tiempo con el que hay que volver a reconciliarse para vivir la propia historia sin dolor.
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⭐️⭐️⭐️⭐️⭐️
Que artículo tan bueno los miedos de la infancia son muy malos yo me hidentifico ahora después de leerlo entiendo muchas cosas como siempre Maribel genial muchas gracias por escribir me a emocionado
A mí me pasó de cría que tuve muchos problemas en el cole y la terapia me ha ayudado mucho, esa es la verdad. No hay que cortarse en pedir ayuda profesional.
bar_tender
hace 2 días
Sí, este artículo le va a venir muy bien a algunas personas, y no sólo madres.
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Bien visto, completamente de acuerdo
Buen tema, sí.